Cuando José Trinidad Cipriano Salazar nació, la niña Elena tenía casi un año y ya entre ambos había enormes diferencias. A Cipriano lo tenían al fondo del patio, en un diminuto cuarto de madera, acostadito en la misma cama vieja en que su madre dormía; lo tapaban con una burda cobija de lana y nada lo protegía de los feroces mosquitos. En cambio la niña Elena, desde que nació, tenía una tibia recámara, una hermosa cuna de mimbre con cortinas de organdí y moños rosas, una ventana que daba al parque y una nana que la tomaba en brazos al menor ruido que la pequeña hiciera.
Cuando Elena comenzó a aprender a hablar, simplificó el nombre de Cipriano y para siempre lo llamó simplemente Botano.
Micaela, la madre de Botano, había llegado a trabajar como empleada doméstica a aquella casa. Desde el principio la señora le había tomado enorme cariño porque era muy honrada y trabajadora. Micaela iba todos los días al mercado, cocinaba, limpiaba, planchaba, es decir, realizaba la mayor parte del trabajo doméstico… y digo la mayor parte porque sacudir sí era algo que no se le daba; esto era muy bueno para las arañas porque hilaban sus telarañas del techo a las paredes ejecutando impresionantes obras de ingeniería.
A lo largo de los años, Micaela llegó a conocer todas las penas y problemas que agobiaban a la señora y era tal consuelo para ella que empezó a comentar que Micaela, a pesar de ser más joven, era como la madre que nunca conoció.
La niña Elena tenía una enorme influencia en Botano. Ella dirigía todos los juegos, él simplemente se amoldaba. A veces jugaban a la comidita y, si la niña quería, él tenía que lavar los platitos y picar las hojas de helecho para hacer la ensalada; otras veces jugaban a vender helados con barquillos de papel y limones que hacían las veces de la bola de nieve. Siempre bajo la batuta de la niña.
Peleaban con frecuencia y, cuando esto sucedía, Micaela le daba al Botano un escobazo con lo cual, antes de diez minutos, regresaba y aceptaba todas las condiciones del juego. También iban juntos al parque, a los columpios y a las resbaladillas; cuando fueron un poco mayores, a patinar y a andar en bicicleta. Él no tenía ninguno de esos juguetes, así que ella se los prestaba.
Trescientos sesenta y tres días del año comían en la cocina, pero en Navidad y Año Nuevo podían sentarse él y su madre a la mesa con la familia y cenar en aquellos platos floreados con filo dorado que solamente se usaban en esas ocasiones.
Un día invitaron a Elena al cumpleaños de una niña desconocida, en una casa desconocida, pero cuya madre era muy amiga de la señora. Doña Licha había tardado quince años en lograr embarazarse, así que a su hija le festejaba los cumpleaños en grande. Tenían una fábrica de dulces donde elaboraban almendras cubiertas de azúcar y diversos chocolates. “Es una fiesta para gente distinguida”, le dijeron a Micaela, “así que Cipriano no está invitado”.
A la niña la bañaron como si fuera sábado –en la tina llena con agua calientita–, le pusieron algodones en las orejas para impedir que le entrara el agua a los oídos, la secaron muy bien y la frotaron con alcohol para evitar que se resfriara. Empezaron a arreglarla desde las dos de la tarde para que los caireles le quedaran bien hechos; le pusieron un vestido color rosa muy ampón y corto, tan corto que no podía levantar los brazos porque se le veían los calzones llenos de holanes y con tres cascabeles que sonaban en cada movimiento que la niña hacía. La peinaron con gran esmero y como punto final a su arreglo le colocaron un enorme moño, por supuesto también rosa.
Cuando la niña salió de su recámara encontró en el pasillo a Botano con sus zapatos viejos y la ropa del diario.
–¿Qué, no va a ir Botano a la fiesta? Porque si no va él, yo no voy –dijo en forma terminante. Micaela y la señora cruzaron una mirada y le dijeron:
– ¡Claro que sí va a ir! Ya ahorita lo vamos a arreglar, solamente que lo vamos a llevar más tardecito, adelántate tú.
La niña Elena se subió al taxi con su abuela y partió a la fiesta. Saludó, entregó el regalo y, a partir de ese momento, no hizo otra cosa que estar cerca de la entrada aguardando la llegada de Botano. No le pegó a la piñata ni recogió la fruta, no se formó en la fila para recibir su bolsa de bombones, tampoco comió pastel ni jugó con nadie. Toda la tarde entera esperó la llegada del Botano.
Cuando regresó a la casa lo encontró merendando en la cocina con la misma ropa. No fue hasta entonces que se dio cuenta de que nunca lo habían arreglado para ir al convivio, de que habían hecho lo contrario a lo que habían dicho y a lo que a ella le habían hecho creer.
Sintió una molestia en la boca del estómago, una sensación de asco en la garganta y de agua en los ojos. Por el resto de su vida recordaría la puerta en donde pasó aquella tarde esperando y lo que sintió cuando, sin lugar a dudas, conoció la mentira.
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Gracias, Olga Freda, este cuento merece una segunda parte.
Todos deberíamos ser cómo niños, sin complicaciones, sin divisiones y comernos juntos ese pastel…
Felicidades por tan linda historia, aunque me dejó triste.
Muchas felicidades amiga Olgafreda, tus cuentos son geniales, como siempre es un placer leerte, concuerdo con María Guadalupe en que me gustaría leer una segunda parte de este cuento.