Evocaciones de Sudcalifornia

Robar libros

Arturo Meza

No podría desde esta estatura moral condenar a aquel embajador mexicano en Argentina, robador –que no ratero-  de libros. En su caso era inconcebible por ser quien era. Después se comprobaría que padecía alguna afección mental, algo fallaba en la memoria, en la conciencia, en la conducta a causa de un avanzado deterioro cerebral. No podría condenarlo, he robado libros y muchos.

Mi primer hurto fue en la Librería Arámburo, robé La Náusea de J. P. Sartre, para nada porque nada le entendí, luego le siguieron otros, entre ellos recuerdo El Viejo y el Mar, Los Cazadores de Microbios, El Amante de Lady Chaterley, El retrato de Dorian Gray y otros de aquellas ediciones de EDESA, corrientona pero de pasta dura y forro de papel. Nunca me agarraron pero si a un cómplice –hoy, prestigiado odontólogo paceño- que estaba formado, antes que yo, en la fila de la caja. Pagó un libro pero llevaba otro fajado en el pantalón, la cajera le dijo -¿el que lleva guardado también lo va a pagar? – -aahhhh si ¿este?- se puso rojo de vergüenza, confuso, no hallaba que hacer, llamaron a Don Paquito Arámburo, el propietario que en cuanto lo vio, exclamó en tono de reproche -¡que bonito, que bonito!-  Nada pasó porque Don Paquito –un hombre culto, ilustrado, exquisito-  era amigo de sus padres. Obviamente el asunto trascendió en la familia.

Ya en la universidad, tenía un pantalón especial, ancho, de mezclilla, con bolsas enormes, cabía casi cualquier libro. De estudiante expropiador de libros, primero había que estudiar una y otra vez a la presa: donde estaba el libro deseado, después el número de empleados, tratar de localizar a los guardias embozados – toda librería respetable tiene empleados que se camuflan como compradores casuales- identificar los espejos –ahora, las cámaras- la salida -en caso de escape urgente-, la disposición de las cajas, la cantidad de personas en la librería –entre más, mejor, más distracciones- siempre comprar algo, aunque sea un separador, unas varas de incienso; hacer migas con empleados (as), si se puede ligar, mejor y sobre todo, lentitud, impasibilidad, nada de prisas, salir sin voltear, detenerse a curiosear mientras se aleja. Así cayeron varias colecciones, Rotativa de Plaza y Janés, Letras Mexicanas del Fondo, Sepan Cuantos de Porrúa.

En las bibliotecas había que tener cierta ética ratera, jamás robar libros únicos, solo si estaban duplicados. Si el control del inventario era férreo y tu robo afectaría al bibliotecario, tampoco.

Un gran golpe fue en México DF en la biblioteca del Congreso. Una vez curioseando por el centro de la ciudad, en la calle de Tacuba, casi esquina con Bolívar dimos con la Biblioteca del Congreso, pasamos a ver que había y nos encontramos con una cantidad impresionante de libros de medicina, todos duplicados y todas las ediciones, los textos que necesitaba para la carrera completa de medicina. Era un tesoro. Éramos tres, empezamos a elucubrar la manera de expropiarlos al Estado Oligárquico, Hegemónico y Opresor. No había forma de camuflarlos entre las ropas -como habitualmente se roba un libro- eran demasiado grandes y pesados. Había una ventana –que casi nunca se abría- en la parte de atrás de la biblioteca, en el segundo piso, que daba al patio de una pequeña iglesia –El Templo de las Clarisas-. El asunto era bajar con cuidado, con una cuerda, los libros y que los recibiera otro, en el patio del templo. Así fue, un tiempo nos hicimos devotos de la iglesia de Las Clarisas. Nunca vimos un sacerdote, solo algunas señoras que se sentaban a rezar de vez en cuando. Por ahí bajaron la Histología de Ham –la edición de lujo que traía transparencias y un visor de cartón-, el Bioquímica de Lagunas, el Farmacología de Goth, los tres tomos de Anatomía de Quiroz, el Embriología de Langley, el fisiología de Guyton, Medicina Interna de Farreras, la de Harrison; Cirugía, de Sabiston; editoriales Manual Moderno, Interamericana,  y muchos más. Fueron golpes maestros.

En la Biblioteca del Congreso, había un viejo bibliotecario -Don Manuel- que nos recibía, al que pedíamos los libros para consulta. Ya adentro de la biblioteca, nos movíamos como peces en el agua, sacábamos apuntes, copias fotostáticas, los libros los volvíamos a acomodar según el orden y nos dejaba hojear otros. Pasábamos horas en la biblioteca, a veces agarrábamos la plática con Don Manuel que con frecuencia se desaparecía, salía a surtir pedidos, a dejar informes o se metía a almorzar a una oficinita, eran los ratos que aprovechábamos para con un mecate de ixtle de unos 12 metros, bajar los libros sin hacer ruido. La iglesia casi siempre estaba sola.

Tiempo después, cuando ya habíamos salido de la facultad, cuando estaban a punto de cambiar el Congreso a su ubicación actual en San Lázaro, fui a la biblioteca, el bibliotecario me recordó aquellos años de estudiante estudioso, de las pláticas del terruño, de la caja de cigarros More que alguna vez le regalé y me recordó la cantidad de libros que nos robamos. Siempre se dio cuenta, nos dejó hacer. Los libros de medicina del Congreso no tenían ninguna movilidad, nadie los consultaba.

Luego me contaría que las editoriales, todas tenían la opción de enviar dos libros, sus nuevas ediciones a la Biblioteca del Congreso, así llegaban libros de ingeniería, agricultura, viajes espaciales, cuentos, poesía, novelas, arqueología, de cualquier materia, que la administración simplemente pagaba y allí quedaban libros que nadie consultaba, que los diputados raramente se veían por ahí. Eso sí, había cubículos para los asesores de los diputados que sobre todo consultaban libros de ciencias sociales, diccionarios, libros de derecho; informes de las instituciones, de hacienda, relaciones exteriores, desarrollo, presupuesto etc. Los libros de medicina, ahí se empolvaban.

Fue un robo grandioso pero se le quitó el encanto el día que Don Manuel nos confesó que lo sabía todo.

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