En los recuerdos de hoy. Cada vez que voy a Oaxaca nos abrazamos con el mismo sincero cariño de siempre.
Personas inolvidables. Demetrio venía de un pueblo, trabajaba conmigo en una galería de arte contemporáneo, siempre estaba ocupado, era muy limpio, en todo, su persona, sus pensamientos, recuerdo su zapatos y su pelo bien peinado con harto gel, «sino se para» decía él, cuando yo le decía que andaba muy guapo.
Limpiaba sobre lo limpio, me gustaba tenerlo cerca de mi, callado como fantasma, pero siempre pendiente con su trapo en la mano, me hablaba para enseñarme alguna araña brillante que encontraba escondida en su trapeador, iba rápido a los mandados, sobre todo las cocas y los marlboro rojos del jefe, obvio que lo mandaban a él, si iba yo podía perderme hechizada con cualquier pretexto, objeto, persona, o hallazgo en el mercado y había el riesgo de que no me volvieran a ver hasta el otro día, me enseñaba palabras en su lengua, se reía de mi cuando no las pronunciaba bien, nos acostumbramos, él a mis locuras yo a su presencia.
Bien sabido es que yo todo lo pierdo, pero Demetrio todo lo encontraba. A veces comíamos juntos con el director del lugar, recuerdo que nos miraba mucho, hasta que un día ya no aguantó más, aprovechando que el director no estaba, me dijo bajito, «Male, que esto?» fue cuando entendí sus miradas de varios días, «esto Demetrio, es algo muy rico» le contesté untándole un pan, al morderlo, cerro los ojos, y al abrirlos me regaló una de las sonrisas más grandes que alguien me haya dado en la vida.
No se que sintió su paladar, que emociones despertó esa primera vez, lo que si sé es que hace doce años de esto y yo no he podido olvidar esa cara morena llena de sorpresa. Demetrio había descubierto la mantequilla.
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