A Víctor Castro
Más triste que el torero aquél tras el telón de acero, el chamaco hacía pucheros: el director del Internado para Varones había corrido cerrojos a las 9 de la noche con él afuera, y estaba sentado en el escalón de la puerta de entrada. Apareció El Ángel y no pidió explicaciones (lo sabía todo, o casi): ¡Agárrate!, le dijo mientras lo encaramaba a su espalda para aferrarse a la reja de una ventana desde la que se lanzó a la visera de la puerta y tomó vuelo en la cornisa porfiriana de la fachada para –en dos patadas— caer silencioso sobre el techo del edificio. “Camina con cuidado hacia el corredor de tejas y bájate por el tamarindo”, sugirió. Como un gato, se deslizó de nuevo hacia la calle: era joven la noche y había que disfrutarla.
Al día siguiente El Ángel vino a buscarlo a su cuarto y le entregó un par de zapatos de piel de cocodrilo, un trapo, un cepillo y grasa para bolear. “¡Órale!”, le ordenó sonriente con su cara caballuna de grandes dientes, quijada y pómulos prominentes. Aquella sociedad anónima de irresponsabilidad ilimitada quedó establecida: el protector enseñaba trucos de sobrevivencia en la selva del internado y la ciudad, y el protegido iba por cigarros o a entregar recados a las novias de este Ángel que un año después egresaría de la escuela que a ambos acogía, uno en la secundaria, otro en la Normal.
Siete años después volverían a encontrarse en Tijuana. El Ángel era ya profesor en una escuela de la colonia Libertad y el antes protegido llegaba a cumplir su primer año de trabajo en la ciudad. El Ángel volvió a su tarea de Virgilio y lo llevó a conocer las entrañas del infierno en los congales rascuaches de La Cagüila donde las putas bailaban con el infelizaje por un daime, o en los centros nocturnos para gringos de la calle Revolución. En todos era conocido como “El Profe” por los acarreadores, los sacaborrachos, los cantineros y las profesionales de la jodienda. Llevaría al jovencito a que apostara unos dólares en el hipódromo de Agua Caliente y se mezclara con los negros que vociferaban allá abajo, lejos de las graderías donde reinaban las rubias y sus acompañantes con binoculares. Lo conduciría en las noches por el bajo mundo tijuano, en bares sórdidos donde vio su primera película porno con sexo explícito y grupal, con el acompañamiento sonoro de marinos y soldados yanquis que berreaban y bebían como bestias. Era la Tijuana de los años 60, cuando no habían matado a Kennedy; cuando Vietnam era un nombre que horrorizaba a los jóvenes conscriptos gringos, y faltaba un lustro para aquella tarde ominosa de octubre en Tlatelolco.
Tras unos meses de magisterio, El Ángel desapareció. Habrá considerado que su protegido debía volar solo y escoger su propia ruta o, ¿quién sabe?, tal vez el alcohol lo retenía en otros infiernos. Nunca han vuelto a encontrarse. El protegido es ya un anciano que espera su vacuna de Astrazéneca para seguir dando la lata, pero todavía recuerda las aventuras juveniles tuteladas bajo la mirada benevolente y cómplice de su amigo. Quizá tiene la esperanza de que El Ángel (o Diablo Guardián) lo reciba a las puertas de su ya próxima morada para ayudarlo a sobrellevar la existencia eterna en ese sitio de donde nadie ha regresado. Algún nuevo truco podría revelarle a la llegadita. Cómo de que no. ¿Apostamos?
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