-¡Cierra la puerta apá! ¡Pónle la tranca, que el pinche Diablo me viene persiguiendo!
Francisco Talamantes Aguilera era la viva estampa del terror reflejado en el espejo tembloroso de esos ojos desmesuradamente abiertos.
El hombre, muy joven todavía, apuesto y vigoroso, antes dueño de sí mismo en las duras y las maduras, que no solía quebrarse ante ningún chubasco, por más fuerte que éste soplara en descampado, esta vez semejaba un mozalbete derrumbado que se arrinconó en una esquina de la estancia de la casona aquella, construida con tabiques traídos especialmente desde La Paz, por los viejos caminos pedregosos de las bestias, y se echó sobre el suelo, con la espalda pegada al salitre de la pared, cubriéndose el pecho y la cabeza con las rodillas apretujadas.
Su padre colocó no una, sino dos trancas de madera de palo fierro entre las aldabas de hierro forjado insertadas en la enorme puerta de madera de encino, bajados los tablones por peones de su padre, desde lo más alto de la Sierra.
Afuera se escuchaba un alboroto. A lo lejos unas cuantas casas se desparramaban, perdidas en medio de las huertas oscuras, que seguían las altas paredes de la vaguada del arroyo y a esas horas todos dormían, arrullados por el canto de las cigarras y el sonido cristalino del agua de la acequia, cobijados en esa noche calurosa, sólo por el olor al azar de los limoneros y los naranjos agrios y las guayabas podridas en el suelo.
Algunos perros perseguían a las ratas del monte, que husmeaban como sombras, el dulzor de los restos de las melcochas en las mesas y los tapancos de los trapiches, y luego huían, muertas de miedo, con los ladridos de los perros furiosos sobre sus lomos y se guarecían entre las raíces de la palmas y los aguacateros.
Los aullidos de otros perros más temerosos abrieron un hueco en el silencio de las huertas, y a lo lejos, los gallos cantaban con los relojes extraviados por un mal presagio y el presentimiento de que algo muy feo estaba por ocurrir.
Sin embargo, a pesar de esa aparente quietud, afuera de la casa la intensidad de los golpes en la puerta fue en ascenso; primero se escuchó el siseo de unas enormes alas que se arrastraban por el suelo, enseguida, los golpes secos de pisadas de animal encabritado despostillando las piedras del camino, y luego, éstas bailoteaban enfurecidas, tan cerca de la casa, que parecía que iban a jalar las cobijas colocadas a manera de burletes bajo la puerta con el fin de que no se introdujeran los animales ponzoñosos; después, al ruido de las pisadas se unió un concierto de fuertes resoplidos que estremecían las paredes y las puertas, al grado que todos pensaron que las pesadas hojas iban a desprenderse de sus quicios y los clavos a salirse de las maderas.
Un penetrante olor a moho y huevos podridos se filtraba por debajo de los dinteles de las ventanas y las puertas y una parpadeante luz rojiza iluminaba los resquicios del techo y los vanos de la cerraduras.
Su padre bajó la pistola cuarenta y cinco que siempre traía fajada en la espalda y que en un principio, había desenfundado pensando tal vez que el perseguidor era algún marido ofendido que venía siguiendo a su primogénito por las lomas y las cañadas de la sierra, adivinando apenas por la luz de la noche estrellada, las huellas del caballo entre el pedrerío, con la intención de darle alcance y cobrarse, quizá, alguna afrenta resabiada. Pero luego se dio cuenta que lo que fuera aquello que amenazaba desde el camino Real, con derrumbar la casa, no podía aplacarla a balazos.
Ambos viejos, de alguna manera se habían acostumbrado a la vida bohemia y enamoradiza del primogénito, que con la guitarra colgada de la espalda y el sombrero calado hasta las cejas, cabalgaba en medio del silencio de la sierra a medianoche, nomás para llevarle serenata a la muchacha aquella, olorosa a hornilla y a orégano del monte, que sólo por un instante fugaz, entre el gentío y el bullicio, le sostuvo la mirada con sus ojos negros y profundos, una tarde de baile en el poblado más cercano.
Era un buen cantador, tal vez el mejor de los pueblos cercanos, y la galanura de su sonrisa franca, al tocar la guitarra, hacía que las mujeres, casadas y solteras, voltearan a ver con discreción las primeras y a veces en franco desafío las segundas, en las fiestas de los traspatios recién regados de las casas o bajo las sombras enormes de los mangos, al dueño de aquella voz que les despertaban las mismas sensaciones que los actores de las películas que miraban en las plazas, en lo cines ambulantes que siempre llegaban desde lejos, en las fiestas patronales del Pueblo.
Por eso, no le importaba cabalgar horas enteras para brincar a oscuras las trancas de los patios y encontrarse, debajo de las sombras de los torotes, con unos labios carnosos y trémulos por la emoción y el miedo, y luego, después, harto de haberse bebido el aguamiel de esa biznaga en flor, regresarse casi al amanecer, con la borrachera de la pasión aún gruñéndole en las tripas y protegiéndose del frío y la brisa del monte con los recuerdos de una promesa de amor y de una entrega total y apasionada.
Pero ahora era otra cosa. Los resoplidos se hacían más profundos, más largos, como de un animal agonizando que se desparramaba sobre los techos de madera y en ese suspiro cavernoso parecía escucharse el nombre del muchacho, como un llamado de ultratumba.
Finalmente, las hojas de madera de una ventana cedieron a Ia presión y se abrieron de golpe, y por ellas penetró una haz de luz violácea envuelta en una nube de humo hediondo a piedra recién quemada, que luego se fue arrastrando como culebra por el suelo.
El viejo, retrocediendo a duras penas, disparó hacia el hueco de la ventana, a sabiendas de que era un gasto inútil de balas y de esfuerzo.
Entonces, la madrastra del joven, que había estado abrazando a su entenado para protegerlo de ese enemigo espeluznante, saltó con la intención de cerrar la ventana, santiguándose desaforadamente y tartamudeando con voz temblorosa un rosario de padrenuestros y avemarías y entonces descubrió, pegadas al muro de la casa, un par de piernas largas, enormes, gigantescas, que que a duras penas sí se distinguían entre la humareda maloliente y que se perdían hacia el cielo, en la negrura de la noche, por encima del techo de la casa.
-¡Sagrado corazón de Jesús, protégenos del mal!- gritó la madrastra del joven, y con las fuerzas que le imbuía el miedo, cerro de golpe las hojas de madera de la ventana y colocó las trancas nuevamente.
Una vez hubo cerrado la ventana, la madrastra buscó con la mirada a su muchacho quien la observaba expectante desde el rincón, aún con las manos sujetándose las rodillas. Sus ojos eran dos vidrios quebradizos que suplicaban a la distancia…
Continuará…
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