Evocaciones de Sudcalifornia

Shouganai (Lo inevitable)

Olgafreda Cota

Vicenta tomó la cabeza del hombre poniéndola en su regazo. Empezó a darle de beber tal como lo había estado haciendo durante los últimos cuatro días: agua sola primero, luego mezclada con leche de chiva mas una infusión preparada por su madre para el enfermo. Le pareció que estaba dando pequeños tragos con más facilidad que el día anterior; lo sintió agitarse un poco y de pronto abrió los ojos. Vicenta quedó asombrada:

—Mírelo usted, madre, yo creo que sigue muy malo: no puede abrir bien los ojos. Cayetana lo examinó detenidamente y, sin ninguna prisa ni preocupación, le respondió:

—A lo mejor no los abre porque así los tiene, mija.

—No, amá. ¡Cómo cree que los va a tener como rendija de portón!

Cayetana no le respondió. Siguió observándolo mientras preparaba unas cataplasmas de hierbas que le fue colocando sobre las lesiones, principalmente en espalda y piernas.

Hiromi estaba confundido. Pensó que había muerto y se encontraba bajo la tierra, en el Yomi. Miró para todos lados temiendo aparecieran las horribles criaturas que debían cuidar ese inframundo con oscuridad eterna, pero solamente veía esas mujeres tocándolo y diciéndole cosas que no entendía. Tenían los ojos redondos, los de la joven que le sostenía la cabeza eran más grandes y brillantes. También vio un pedazo de
cielo por una rendija del techo; esto lo terminó de tranquilizar, definitivamente seguía en el mundo de los vivos. Cuando ya no quiso beber más, lo arroparon alejándose con la única vela encendida que había. Quedó en la oscuridad; poco a poco empezó a distinguir los objetos. Por el techo se asomaba una tajadita de luna. A pesar de lo que le habían dado a beber, sentía la garganta seca y le era doloroso tragar hasta la saliva; también le dolían los brazos y piernas. La infusión empezó a hacer efecto poco a poco disminuyendo el dolor.

Conforme a la costumbre, unas semanas antes del viaje, Hiromi estaba en el santuario. A lo lejos miró el torii, la entrada al templo. Se paró debajo, hizo una inclinación pidiendo permiso a los dioses para pisar en suelo sagrado; procuró no hacerlo por en medio, pues el torii es una puerta para los dioses y no quería estorbar a alguno que quisiera entrar en ese momento. Siguió la vereda que entre grandes cedros y abetos subía a la montaña; en el camino, encontró una hilera de hormigas cargando el cuerpo de un gusano. Tuvo mucho cuidado de no pisar a ninguna: bien sabía que todos los animales son mensajeros de los dioses.

Llegó al pie de la escalinata, subió los más de trescientos escalones tapizados de musgo. Al llegar a la cúspide, se bañó en un riachuelo para purificarse y se fue a orar a Ryujin, el Dios Dragón, deidad del océano que habita bajo el mar en un palacio de coral rojo y blanco. Las tortugas, medusas y peces son sus más fieles sirvientes. Tiene una enorme boca; sus rugidos pueden ocasionar tsunamis; pero también puede proteger a los barcos y a todas las criaturas que habitan el mar. Muy cerca estaban las dos estatuas de los kona-inu, los perros que cuidan los templos.

Se dirigió al pasillo de las ofrendas. Sacó de entre sus ropas un pequeño cofre con sal: era su ofrenda a Ryujin.

Además, traía su omamori, el amuleto que le dieron los monjes del santuario para su total protección.

Hiromi trató de cambiar de postura, pero los dolores se hicieron presentes de inmediato. Había desaparecido el pedacito de luna y empezaba a clarear. Aunque con dificultad, empezó a recordar cómo el viento huracanado los arrastraba, al Nakama Maru subiendo muy alto con las olas, para bajar después como en un precipicio. La vela se había rasgado, el timón no servía; estaba empezando a entrar agua entre los maderos. Con grandes dificultades tiraron al mar la carga y cortaron el mástil desde abajo. Nadie esperaba aquello. Durante los primeros días de navegación el mar había estado calmado; los vientos, favorables. No entendió por qué Susanoo, el Dios del Mar Tormentoso, se había enfurecido. Nadie de la tripulación lograba sujetarse. Le pareció ver al Dios Shinagami diciendo quién vivía y quién moría. Miró a sus compañeros caer al mar y al Nakama-Maru empezar a zozobrar.

Nada más podía evocar. No supo cómo había llegado a aquella playa.

Un amanecer, los hermanos de Vicenta lo habían encontrado desnudo
semienterrado en la arena. De momento lo habían creído muerto, pero al ver que, aunque muy débilmente, respiraba, lo habían llevado cargando hasta la casa.

Gracias a los cuidados de Vicenta y de Cayetana, se fue recuperando con mucha rapidez; comía mucho pescado y caminaba largas distancias por la playa. En unas semanas se zambullía en el mar como si hubiera nacido dentro. Vicenta seguía sirviéndole la comida y acompañándolo algunas veces en sus caminatas. Hiromi era muy hábil para capturar peces y pulpos, llevando siempre suficiente para todos. Muchas tardes buceaba buscando perlas.

Al principio prefería andar solo. Vicenta quería caminar junto a él, pero no entendía que era mujer, y debía caminar detrás. Trató de explicárselo de varias maneras; a veces, ella parecía haber entendido porque se quedaba a una corta distancia, pero de pronto corría para alcanzarlo.

Después de varios meses Vicenta solo entendía “sí” y “no”; en cambio, Hiromi había aprendido varias palabras en español que, cuando las pronunciaba, hacía reír a todos.

Una ocasión que estaba descansando en su cabaña, sucedió algo sorprendente: entró Vicenta con sus padres, hablaron mucho, pero él no entendió nada; cuando terminaron se marcharon tan intempestivamente como habían llegado, pero la joven se quedó. Aquella noche, simplemente se metió a su cama y a partir de entonces durmieron juntos.

Ella se hizo cargo de preparar sus alimentos ayudándolo en todo lo necesario. Tener una mujer para dormir lo tenía muy satisfecho, era muy útil, parecía adivinar lo que él necesitaba, lo único desagradable era que de manera constante hablaba y hablaba. ¿Cómo podía decir aquella mujer tantas palabras en tan poco tiempo? Esto lo irritaba, lo hacía sentir disgustado, pero sobre todo muy cansado. Una ocasión lo hizo
sentir tan desesperado que había dado un grito con un fuerte golpe sobre la mesa. Ella de inmediato calló, parecía muy asustada. Hiromi respiró profundamente y cerró los ojos pensando: —¡Por fin el mundo recupera un orden, cada cosa vuelve a estar en su lugar! Nuevamente podía escuchar las olas, el viento y las pisadas del gato sobre el techo.

Un día los pobladores mataron varias gallinas, prepararon mucha comida e hicieron una gran fiesta. Llegaron numerosos invitados. Uno de ellos, Roque, a señas y dibujando en la arena, le explicó a Hiromi que en seis días a caballo podía llegar a un lugar llamado La Paz donde podía conseguir que un barco pesquero lo cruzara hasta Mazatlán; después, con suerte, conseguiría otro barco que lo llevara al otro lado del
océano facilitándole el llegar a su país. Cuando todos se retiraron a dormir, con gran sigilo contó las perlas que tenía guardadas y que le permitirían llevar a cabo su regreso.

Al día siguiente Hiromi tomó de la mano a Vicenta, la llevó caminando a una buena distancia de la choza, se sentó junto a ella. Usando señas, ayudado con dibujos en la arena, le dijo que se iba de regreso a Japón. Ella entendió y también con señas y dibujos le dijo que iría con él. De inmediato Hiromi le dejó claro que se iría solo. Ella volvería a la casa de sus padres. Vicenta intentó hacerlo cambiar de opinión para que
aceptara llevarla; Hiromi fue determinante: —¡No!

La muchacha empezó a llorar de una manera que lo dejó sorprendido sin saber qué hacer; jamás había visto que una mujer sacara esa cantidad de agua por los ojos.

Asombrado se limitó a observarla. Cuando emprendieron el regreso, por primera vez ella caminaba detrás.

El costalito con sus perlas era lo único que necesitaba llevar. Le prestaron un caballo y se unió a Roque y las otras personas que volvían a La Paz.

Tal como le habían dicho, después de tres semanas, no tuvo problema para subir a un barco que lo dejó en Mazatlán. Ahí abordó otro navío en el que cruzaría el océano para llegar a su tierra.

Llevaban poco más de un día navegando con rumbo Sur, cuando Hiromi reconoció a lo lejos las rocas de la playa cercana al poblado. A su mente vino la imagen de Vicenta con sus grandes ojos llenos de agua, recordó el calor de sus pequeñas manos cuando se amaban. “Shouganai”, pensó y se dirigió al capitán del navío, le puso en la palma de la mano tres perlas y él acerco el barco todo lo posible a la costa.

Hiromi se arrojó al agua y empezó a nadar. Cuando ya podía ver a lo lejos las chozas, braceó con más ímpetu; miró a las focas que iban junto a él y gritó en voz alta:

—¡Shouganai!

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Olgafreda Cota
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8 comentarios en “Shouganai (Lo inevitable)”

  1. Araceli Avilés

    Excelente narración, me transportó a otro tiempo en este bello lugar y con esta gente que me adoptó para toda la vida.

  2. Que bonito cuento.
    Todavía a mi me tocó conocer esa calidez y bondad que distingue a los paceños.
    Un abrazo con mucho afecto a La Paz y su gente.

  3. Me gustó mucho la historia, la narrativa y al igual que Araceli Avilés me quedé con ganas de seguir leyendo. Escribes muy bonito amiga Olgafreda, es un verdadero placer leerte. Felicidades!!

  4. Luz María González Benítez

    Me encantó querida amiga, me habría encantado seguir leyendo esta maravillosa historia que se siente tan real. Gracias

  5. Lili Carvalho

    ¡Gracias por tan bonita historia!
    Hubo tantos que naufragaro y llegaron hasta nuestro hermoso estado, que me hace pensar que podría haber un poco de realidad en está historia.

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